Opinión-. Mi abuela decía que "la envidia es una mala
semilla", y le enseñó a sus hijos y nietos a siempre evitar ese
sentimiento que a la larga atenta contra quien lo siente como a quien es objeto
del mismo.
La envidia es un pecado al igual
que la codicia; la envidia es una afrenta a toda nobleza, a toda sensatez y a
todo espíritu de solidaridad. Por eso, quienes deciden servir a los demás
deberían deshacerse de ese lastre moral.
La envidia es la forma celosa,
egoísta y feroz que tienen de ver al mundo aquellos seres que, muy en el fondo
de sí mismos, se sienten menos, apabullados y derrotados no por lo que otros
tienen o logran en la vida, sino por sus propias limitaciones y complejos.
Y lo más triste de todo, es que
esta envidia la vemos en todos lados y en múltiples escenarios. La vemos entre vecinos, colegas, amigos y
hasta familiares. Sin embargo, cuando rompe la barrera de la intimidad y la cercanía
y se convierte en una práctica común entre los gobernantes, entonces se
transforma en un problema de orden público.
Cuando un profesional, del ramo
que sea, siente envidia por otro y, de una u otra forma, lo agrede, le pone
zancadillas y lo vilipendia, y esto ocurre en una empresa, se convierte en una
delicada situación para la oficina de Recursos Humano. Si esto ocurre fuera del
ramo laboral, y es una realidad a escala íntima, entonces es simple competencia
interpersonal; sin embargo cuando ocurre en una institución del Estado, las
consecuencias son aún más lamentables.
Durante mucho tiempo hemos
observado que en ocasiones algunos funcionarios públicos evitan abrir la
participación para los ciudadanos, en Alcaldía, Cámaras Municipales, Gobernaciones
y otras dependencias, esto ante el hecho de sentir envidia ante la capacidad de
esos potenciales colaboradores.
Esto ha traído la pérdida de la
colaboración y aporte de personas valiosas, de hombres o mujeres inteligentes,
creativas y dispuestas a contribuir en la construcción de mejoras en la calidad
de vida de todos. Han colocado un muro para contener la sumatoria de
voluntades, solo movidos por mezquindades y pasiones bajas que solo responden a
temores personales e instintos muy perjudiciales para la sociedad.
En un buen gobierno todos los
funcionarios deben despojarse de sus temores y entender que la labor por un
futuro mejor dentro de una ciudad, estado o país, es a través de la competencia
de todos, es decir es una obligación de gobernantes, funcionarios y ciudadanos.
Cuando eliminemos los celos, la
envidia y los miedos tontos, cuando empecemos una real apertura de ideas,
participaciones y voluntades, en ese momento los habitantes de esa ciudad,
estado o país, recuperan la confianza de sus gobernantes y se sentirán
satisfechos.
De lo contrario, seguiremos en
este círculo vicioso donde los ciudadanos se cuidan de los gobernantes, y los
gobernantes se cuidan de los ciudadanos, como si fueran dos partes
incompatibles de un todo que ya no existe.
Por: María Alejandra Malaver
Miembro de la Directiva Nacional
del Colegio de Ingenieros de Venezuela
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